OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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"LOS MUJICS", POR CONSTANTINO FEDIN1
Fedin es, desde la aparición en español de Las Ciudades y Los Años, uno de los novelistas de la nueva Rusia más apreciados por el público hispano-americano. Cotización justa, estricta, que no debe nada al azar ni a la moda, la de Consntantino Fedin reposa en valores de circulación universal: originalidad, gusto, potencia, penetración. Las Ciudades y los Años —acabada realización artística— tiene esa atmósfera mixta de sueño y realidad de las novelas de Leonhard Frank y trascurre en ese tiempo cinematográfico inaugurado en la novela por los relojes del surrealismo y el expresionismo. Sin perder ninguna de las sólidas cualidades del relato ruso. Fedin evita todos los tonos de lasitud y vaguedad en que se complace el preciosismo occidental, después de haberse adueñado de su técnica psicoanalítica y de sus recursos poéticos. Los Mujics y El Molinero, las dos novelas cortas que, bajo el primer título, nos ofrecen en un reciente volumen las Ediciones Oriente —magnífica empresa de cultura, nacida de la inquietud creadora de una España joven, sensible y alerta— nos muestran a Fedin en otra estación de su arte. Están las dos más dentro de la línea de la novelística rusa, no sólo porque el autor no necesita ya, como en Las Ciudades y los Años mover una compleja maquinaria escenográfica, sino porque —consecuencia del bloqueo— retorna a asuntos de clima pura y campesinamente rusos, en que el decorado se reduce a los elementos más simples. De las dos novelas, El Molinero conocida en otras traducciones con el título de Transval, es la de más interés documental y artístico. Los Mujics es un buen relato; pero demasiado intemporal para el gusto del lector contemporáneo que en la nueva novela campesina quiere encontrar siempre un rasgo de la aldea soviética del mujic revolucionario. La personalidad de Fedin no está ahí marcada con trazo propio y singular. ¿Qué mujics son éstos? —pregunta el lector— ¿los de ayer, los de hoy? Probablemente un poco escéptico, Fedin contestará: —Los de siempre. Pero no es sólo el testimonio riguroso y aristotélico de un católico italiano, como Guido Miglioli el que nos documenta la existencia de una "aldea soviética", en la que el mujic no es ya el viejo mujic, y en la que el mismo viejo mujic aspira a ser rehabilitado, exigiéndonos el reconocimiento de su rol en el proceso revolucionario. El norteamericano Williams, autor de Grandeza y Decadencia de Vasili el Patrak, nos persuade, por medios puramente novelísticos, de que la vida campesina tiene hoy en Rusia dramas nuevos, problemas insólitos. Y El Molinero o Transval de Fedin afirma el mismo hecho, aunque, acaso con la intención subconsciente de negar al mujic, como mujic, la capacidad de transformar la aldea y su vida. Bajo la Revolución, el agente de los cambios más visibles en la existencia de la aldea, es William Swaaker, un extranjero, un aventurero, llegado de muy lejos. Swaaker, entra antes de la Revolución en posesión de un molino «conocido en el distrito más por haber sufrido muchas reparaciones que por haber funcionado normalmente. Se ausenta luego, misteriosamente, para ir a la ciudad. Regresa con la Revolución. Los mujics no se dan cuenta de lo que la Revolución significa. William Swaaker lo explica en su lenguaje confuso .de forastero: todo el poder al pueblo. Es el único en el distrito que sabe lo que hay que hacer. Está por la Revolución y, con la mayor naturalidad, asume la presidencia del soviet local. Toma de nuevo posesión del molino; pero esta vez en nombre de la comunidad. El impulso de este hombre extraño y grotesco imprime al molino una actividad insólita. La molienda es activa, el trigo y la harina abundan, las aves se multiplican. Una sorpresa aguarda, sin embargo, a William Swaaker. Cuando llega al pueblo una comisión inspectora, desaprueba la socialización del molino; la línea adoptada por el Estado respecto a la pequeña propiedad en el campo es diversa. Los molinos rurales están expresamente excluidos de la nacionalización. Entonces Swaaker exhibe sus títulos de propiedad. Si el molino debe ser devuelto a su propietario, pierde sus derechos políticos: no puede ser diputado del soviet, ni mucho menos presidente. Swaaker no se apura. Está pronto para todos los cambios. Con la misma prestancia, algo taumatúrgica con que desempeñó antes el cargo de presidente del soviet local, reasume su papel de propietario. El molino es bautizado con una palabra incomprensible para los mujics: Transval. Mas los milagros de Swaaker no han terminado. De no se sabe dónde llega su mujer: una vieja enorme y callada. Swaaker visita la casa de los burgueses Burmakin, arruinados por la Revolución. Primero a título de presidente del soviet local, luego de amigo y propietario de Transval, interviene en su vida para evitarles el hambre. Los socorre con patos, pichones, harina y palabras de amistad y esperanza. El profesor Burmakin, su mujer Ana Plaflovna y su hija Nadejna Ivanovna, aunque ruborizados, confundidos no tienen más remedio que aceptar los favores de esta providencia estrafalaria y chusca. William Swaaker tiene su plan. Un día su mujer parte para siempre de Transval. Swaaker, poco después desposa a Nadejna Ivanovna que se instala con sus padres en el molino. La carestía y el hambre proporcionan a Swaaker la ocasión de asombrar más aun al pueblo. El molino está bien provisto de trigo y harina. Swaaker compró piedras a los campesinos, con su trigo. Más tarde, estas piedras le sirvieron de material para la fabricación de muelas del molino. Swaaker, además de un molino y una granja, empezó a explotar una fábrica. Temeroso de disgustos políticos por la presencia del profesor Burmakin en su casa, lo despidió, como antes a su vieja mujer, aunque con mas provisiones y cortesía. Muerto el suegro, lo enterró piadosamente; pero despidió pronto a la suegra. Swaaker prosperaba, mientras el distrito con sus muros cubiertos de carteles de las cooperativas, la instrucción y la industria soviéticas, se transformaba también como a su impulso. El exótico propietario del molino Transval era el mago de su americanización. En su escritorio, una dactilógrafa, llegada de la ciudad, tenía delante una máquina de escribir y una de calcular. Conversando con su mujer, Swaaker, le hablaba ahora de sus planes de electrificación de todas las aldeas vecinas. Y Nadejna no se maravillaba: —Creo, Williams, que tú lo puedes todo. Transval es un cuadro más
humorístico que dramático de una aldea bajo la revolución. Fedin nos
presenta un personaje y un caso excepcionales. William Swaaker, el boer
tuerto de la historia, tiene algo de pioneer
de la americanización de la Rusia campesina. Y, bajo este aspecto, no
obstante su intención irónica, adquiere cierta fisonomía de símbolo.
Ha sido necesaria la revolución comunista para llevar a la aldea rusa el
espíritu y los instrumentos del capitalismo. El soviet no es el retorno
a la horda como se imaginan sociólogos baratos. Hasta cuando más
extravagante y paradójicamente realiza su trabajo, el soviet apela, como
a sus medios instintivos y naturales, a la máquina, a la electricidad,
a los afiches de propaganda.
NOTA:
1
Publicado en Variedades: Lima.
8 de Mayo de 1929.
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